Nunca defrauda León. Siempre garantía de un buen día en una gran ciudad. Siempre acogedora y siempre dispuesta a ser disfrutada al máximo por la afición unionista. Después de una semana pasada por agua, el sábado se permitió un paréntesis en el que el sol acompañó un día repleto de rutas de pinchos regados con los mejores caldos. Las ganas de disfrutar y pasarlo bien se percibían a cada calle. Nuestra presencia en León no pasó desapercibida por aquello por lo que siempre se conoce a nuestra hinchada: el buen hacer con todo y con todos, en cualquier momento.
La llegada al estadio no fue una excepción respecto a pasadas ocasiones. Y aunque a mí me pillara a contrapié apurando el vaso en la barra del bar, he de confesar que al hacer balance de aquella tarde metí más miedo yo que cualquier jugador de nuestro equipo en el campo frente a la Cultural.
Ríete tú de los cohetes de la NASA. En un santiamén llegamos al estadio del Reyno de León y conseguimos aterrizar de pié. ¿Para qué? Para no sentarnos durante todo el partido en esas butacas reservadas en aquel rincón de un estadio muy parecido a aquél al que solía acudir cuando era chico.
Los dolorosos bofetones de realidad no impidieron demostrar la irracionalidad – según muchos – de nuestra afición. Cuanto peor estamos, mejor animamos. Bendita irracionalidad.
Y así me encontré en el 80, aceptando mi destino. Que no es otro que el que lidiar con los problemas, sobreponerme a las dificultades y ver en cada obstáculo una oportunidad. La de dejar todo lo que tengo en el aire enrarecido de aquel estadio, en el que dicen que todavía se escucha el eco de aquellos zumbados que no paraban de gritar y que venían de un club de Salamanca que se llamaba Unionistas.
Cada mochuelo a su olivo después de volver a preguntarse por enésima vez qué es lo que le mueve a uno a hacerse cuatro horas de viaje para ver a su equipo. Todo ello mientras devoras los kilómetros que te faltan. Una mueca cómplice en tu cara te da la respuesta. No lo pueden entender.